Siempre escribo desde la razón,
pero hoy tengo que hacerlo desde el sentimiento. Porque aunque esto, como todo, es política,
va mucho más allá de la política.
Hace unos 21 años vimos las
imágenes del suicidio asistido de Ramón Sampedro, luego llevado magistralmente
al cine en la película Mar adentro. Ramón llevaba 20 años (desde hace más de 40!)
pidiendo su derecho a morir dignamente.
Pero nuestra magnánima sociedad
no se lo dio. Y lo que pudo ser un final dulce de su vida se convirtió en una
muerte cruel y dolorosa porque nuestra hipócrita sociedad no consintió la legal
asistencia de un profesional que lo hubiese resuelto correctamente, y tuvo que
conformarse con la altruista ayuda de alguien que lo quería realmente y, de
forma oculta, le ayudó a alcanzar en ansiado final.
Y tantos años después, la
hipocresía social, la pacata moral que unos quieren imponérnos a los demás, y
la cobardía política de los otros, han impedido todo cambio legal que diese
solución al sufrimiento de tantos.
Ahora alguien ha tenido que dar
un paso más. Ángel Hernández, marido de María José Carrasco, la ha ayudado a
morir. Y lo ha hecho de forma visible en un doble acto de generosidad. Generosidad
con su mujer, a quien tanto quería, liberándola de su sufrimiento a cambio del
sufrimiento que seguro padeció él al provocar y ver su muerte. Y generosidad
con la sociedad al convertir su acto en un aldabonazo que debería provocar un
cambio legislativo sobre la materia.
Realmente no recuerdo un acto
de amor tan sublime como la asistencia de Ángel al suicidio voluntario de María
José. No soy capaz de ponerme en su lugar. No sé si sería capaz de hacerlo. Hace
falta un valor que no tengo para propiciar, ayudar y presenciar la muerte de
alguien que quieres.
Salvemos la distancia, pero
analicemos situaciones “similares”. Cualquier persona ve humanidad y compasión
en poner una inyección letal a su mascota ante una enfermedad o lesión
incurable. Hemos visto mil veces en el cine, como hombres duros e impasibles se
apiadaban de su caballo herido y lo sacrificaban de un disparo. Pero nuestra
falsa piedad no alcanza a los humanos.
Las religiones y morales que
padecemos nos dicen que nuestras vidas son patrimonio de su dios y no podemos
tocarlas. Y mientras prohibimos morir a quien quiere morir, y quien necesita,
morir, vemos sin inmutarnos, ni hacer nada por impedirlo, como mueren en los
mares y las fronteras a los que huyen de la miseria o de la guerra porque si
quieren vivir.
Y hay algo aún más cruel. Y no
culpo de ello a los policías y jueces que cumplen la Ley, sino a nosotros que
la elaboramos. Los políticos encargados de hacerlo, y los ciudadanos que
elegimos a esos políticos.
Ángel, después de su generoso
acto de amor con María José, en vez de poder permanecer ante sus restos
mortales para darle su última despedida, para acompañarla en su último viaje,
para vivir el duelo como hacemos todos cuando nos muere un ser querido. Pasó
esa noche en un calabozo. Genial.
Por la parte de culpa que me
toca, PERDÓN!
Rafa Castillo.
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