sábado, 6 de abril de 2019

Desde el corazón.


Siempre escribo desde la razón, pero hoy tengo que hacerlo desde el sentimiento.  Porque aunque esto, como todo, es política, va mucho más allá de la política.
Hace unos 21 años vimos las imágenes del suicidio asistido de Ramón Sampedro, luego llevado magistralmente al cine en la película Mar adentro. Ramón llevaba 20 años (desde hace más de 40!) pidiendo su derecho a morir dignamente.
Pero nuestra magnánima sociedad no se lo dio. Y lo que pudo ser un final dulce de su vida se convirtió en una muerte cruel y dolorosa porque nuestra hipócrita sociedad no consintió la legal asistencia de un profesional que lo hubiese resuelto correctamente, y tuvo que conformarse con la altruista ayuda de alguien que lo quería realmente y, de forma oculta, le ayudó a alcanzar en ansiado final.
Y tantos años después, la hipocresía social, la pacata moral que unos quieren imponérnos a los demás, y la cobardía política de los otros, han impedido todo cambio legal que diese solución al sufrimiento de tantos.
Ahora alguien ha tenido que dar un paso más. Ángel Hernández, marido de María José Carrasco, la ha ayudado a morir. Y lo ha hecho de forma visible en un doble acto de generosidad. Generosidad con su mujer, a quien tanto quería, liberándola de su sufrimiento a cambio del sufrimiento que seguro padeció él al provocar y ver su muerte. Y generosidad con la sociedad al convertir su acto en un aldabonazo que debería provocar un cambio legislativo sobre la materia.
Realmente no recuerdo un acto de amor tan sublime como la asistencia de Ángel al suicidio voluntario de María José. No soy capaz de ponerme en su lugar. No sé si sería capaz de hacerlo. Hace falta un valor que no tengo para propiciar, ayudar y presenciar la muerte de alguien que quieres.
Salvemos la distancia, pero analicemos situaciones “similares”. Cualquier persona ve humanidad y compasión en poner una inyección letal a su mascota ante una enfermedad o lesión incurable. Hemos visto mil veces en el cine, como hombres duros e impasibles se apiadaban de su caballo herido y lo sacrificaban de un disparo. Pero nuestra falsa piedad no alcanza a los humanos.
Las religiones y morales que padecemos nos dicen que nuestras vidas son patrimonio de su dios y no podemos tocarlas. Y mientras prohibimos morir a quien quiere morir, y quien necesita, morir, vemos sin inmutarnos, ni hacer nada por impedirlo, como mueren en los mares y las fronteras a los que huyen de la miseria o de la guerra porque si quieren vivir.
Y hay algo aún más cruel. Y no culpo de ello a los policías y jueces que cumplen la Ley, sino a nosotros que la elaboramos. Los políticos encargados de hacerlo, y los ciudadanos que elegimos a esos políticos.
Ángel, después de su generoso acto de amor con María José, en vez de poder permanecer ante sus restos mortales para darle su última despedida, para acompañarla en su último viaje, para vivir el duelo como hacemos todos cuando nos muere un ser querido. Pasó esa noche en un calabozo. Genial.
Por la parte de culpa que me toca, PERDÓN!
Rafa Castillo.

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