sábado, 7 de marzo de 2020

Menos mercado y más Estado.


De cuando estudiaba Químicas recuerdo expresiones como “en condiciones ideales de presión y temperatura…”. Esto era presión de 760mm y 14,5ºC, condiciones que nunca se cumplían exactamente. O “la densidad del agua a 4ºC en 1 (1l=1K), pero como se mantenía la temperatura para comprobarlo?
Pues esto mismo pasa en los mercados. En condiciones ideales de elasticidad de la oferta y la demanda, la mano invisible del mercado fija el precio ideal que complace a vendedor y comprador. Aquel obtiene la ganancia esperada por su inversión y trabajo y este satisface su necesidad de consumo por un precio adecuado.
Pero la realidad dista mucho de ser la descrita. Analicemos dos casos extremos.
Hace unos 65 millones de años desaparecieron los dinosaurios y sus cuerpos enterrados dieron lugar al petróleo que hoy alimenta nuestras fábricas y nuestra movilidad. Y si tantos millones de años se preservó, no es previsible que se deteriore por unas semanas. Tiene, por tanto, para el productor una elasticidad máxima. Lo que no venda hoy lo puede vender mañana o el mes que viene.
Por eso hoy, que como uno de los efectos del coronavirus se está produciendo una cierta parálisis industrial y de movilidad, el precio, en principio, cae por falta de demanda. Pero el productor puede cerrar el grifo y producir menos, con lo que hará que el precio vuelva a subir.
En cambio para el consumidor la elasticidad es baja. Si necesito el coche para trabajar o para unas vacaciones programadas con hoteles reservados, necesito llenar el depósito. Puedo hacerlo un lunes o un jueves para aprovechar las pequeñas oscilaciones de precios, pero no puedo esperar un mes o dos. Igual ocurre con el combustible de la calefacción. Por tanto tendré que comprar al precio que me marquen. Es por eso que cuando el petróleo sube de precio, los combustibles se encarecen. Pero cuando baja, esa baja no se repercute en el precio.
Veamos el caso contrario. El pequeño agricultor que produce lechugas. Olvidemos, por un momento las grandes producciones industriales en gigantescos invernaderos. Como casi todos los productos agrarios, y por la estacionalidad del tiempo, las lechugas suelen tener la mala costumbre de nacer todas en la misma época. Y como además son seres vivos, cuando se matan (al cortarlas) empiezan el proceso de putrefacción. Por eso el agricultor tiene dos días para vender las lechugas. Si no le gusta el precio de hoy puede esperar a mañana. Pero mañana tendrá que aceptar el precio que le paguen, aunque ya sea menor que el de hoy. La elasticidad en la oferta es, como vemos, mínima.
En cambio el distribuidor, tiene mayor elasticidad en la demanda. Tiene reservas en sus almacenes y sus cámaras, y si hoy no le aceptan el precio que oferta, ya le venderán dentro de unos días. Y como el maneja muchos productos diferentes, lo que no venda de uno, lo venderá de otro. Y si por un momento el mercado queda desabastecido de lechugas, tampoco pasa nada. Como decía María Antonieta en su palacio de Versalles ante las protestas del pueblo, si no tienen pan, que coman pasteles.
Estos dos casos analizados, y otros muchos que podríamos ver a un lado y al otro, nos llevan a colegir que el libre mercado solo es eficiente para garantizar beneficios crecientes a los grandes capitales, pero pernicioso para los pequeños productores y consumidores, para los ciudadanos en general.
Por ello, el Estado, igual que vigila las fronteras o nos protege contra el robo, debe intervenir en los mercados regulándolos con mínimos y máximos que eviten la especulación y logre un mayor reequilibrio social.
En resumen, más Estado y menos mercado.
Rafa Castillo.