De cuando estudiaba Químicas recuerdo expresiones como “en condiciones
ideales de presión y temperatura…”. Esto era presión de 760mm y 14,5ºC,
condiciones que nunca se cumplían exactamente. O “la densidad del agua a 4ºC en
1 (1l=1K), pero como se mantenía la temperatura para comprobarlo?
Pues esto mismo pasa en los mercados. En condiciones ideales de elasticidad
de la oferta y la demanda, la mano invisible del mercado fija el precio ideal
que complace a vendedor y comprador. Aquel obtiene la ganancia esperada por su
inversión y trabajo y este satisface su necesidad de consumo por un precio
adecuado.
Pero la realidad dista mucho de ser la descrita. Analicemos dos casos
extremos.
Hace unos 65 millones de años desaparecieron los dinosaurios y sus cuerpos
enterrados dieron lugar al petróleo que hoy alimenta nuestras fábricas y
nuestra movilidad. Y si tantos millones de años se preservó, no es previsible
que se deteriore por unas semanas. Tiene, por tanto, para el productor una
elasticidad máxima. Lo que no venda hoy lo puede vender mañana o el mes que
viene.
Por eso hoy, que como uno de los efectos del coronavirus se está
produciendo una cierta parálisis industrial y de movilidad, el precio, en principio,
cae por falta de demanda. Pero el productor puede cerrar el grifo y producir
menos, con lo que hará que el precio vuelva a subir.
En cambio para el consumidor la elasticidad es baja. Si necesito el coche
para trabajar o para unas vacaciones programadas con hoteles reservados,
necesito llenar el depósito. Puedo hacerlo un lunes o un jueves para aprovechar
las pequeñas oscilaciones de precios, pero no puedo esperar un mes o dos. Igual
ocurre con el combustible de la calefacción. Por tanto tendré que comprar al
precio que me marquen. Es por eso que cuando el petróleo sube de precio, los
combustibles se encarecen. Pero cuando baja, esa baja no se repercute en el
precio.
Veamos el caso contrario. El pequeño agricultor que produce lechugas. Olvidemos,
por un momento las grandes producciones industriales en gigantescos
invernaderos. Como casi todos los productos agrarios, y por la estacionalidad
del tiempo, las lechugas suelen tener la mala costumbre de nacer todas en la misma
época. Y como además son seres vivos, cuando se matan (al cortarlas) empiezan
el proceso de putrefacción. Por eso el agricultor tiene dos días para vender
las lechugas. Si no le gusta el precio de hoy puede esperar a mañana. Pero mañana
tendrá que aceptar el precio que le paguen, aunque ya sea menor que el de hoy. La
elasticidad en la oferta es, como vemos, mínima.
En cambio el distribuidor, tiene mayor elasticidad en la demanda. Tiene reservas
en sus almacenes y sus cámaras, y si hoy no le aceptan el precio que oferta, ya
le venderán dentro de unos días. Y como el maneja muchos productos diferentes,
lo que no venda de uno, lo venderá de otro. Y si por un momento el mercado
queda desabastecido de lechugas, tampoco pasa nada. Como decía María Antonieta
en su palacio de Versalles ante las protestas del pueblo, si no tienen pan, que
coman pasteles.
Estos dos casos analizados, y otros muchos que podríamos ver a un lado y al
otro, nos llevan a colegir que el libre mercado solo es eficiente para
garantizar beneficios crecientes a los grandes capitales, pero pernicioso para
los pequeños productores y consumidores, para los ciudadanos en general.
Por ello, el Estado, igual que vigila las fronteras o nos protege contra el
robo, debe intervenir en los mercados regulándolos con mínimos y máximos que
eviten la especulación y logre un mayor reequilibrio social.
En resumen, más Estado y menos mercado.
Rafa Castillo.
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