miércoles, 19 de noviembre de 2014

Incentivar la dimisión selectiva

Quizás sea un fallo del sistema educativo pero da la sensación de que nadie sabe conjugar la primera persona del presente de indicativo del verbo dimitir. Y esto nos pone en un grave problema cuando alguna persona resulta imputada.
Hace unos días mantenía la tesis de que cuando un político resultaba imputado en firme, debería dimitir, ser cesado o eliminado de futuras candidaturas. La apoyaba en que la política no es una forma de vida, que nadie es imprescindible y que la política no tiene que ser justa, sino ejemplar. Y, aunque sigo manteniendo estas tres últimas afirmaciones, la reflexión no debe cerrarse nunca (no se debe ser predecible como dice Rajoy con orgullo) y estoy en proceso de elaborar una nueva idea.
A ello han contribuido en gran parte diversas entrevistas, debates y opiniones vistos estos días en los medios, con reflexiones profundas y salidas de pata de banco. Entre las primeras, la situación moral de quien se sabe inocente y acusado injustamente. En un país donde nadie dimite, su dimisión lo dejaría a los pies de los caballos, como si su renuncia fuese la aceptación implícita de su culpabilidad, y viendo buitres mediáticos y políticos revolotear sobre su aún caliente cadáver político. Y cuando se demuestre su inocencia ya nadie se acordará de él y la noticia ocupará un pequeño recuadro en el fondo de una página par de los diarios. Además, partiendo de que su cargo no es suyo sino nuestro, se nos privará a los ciudadanos de un buen político en el que habíamos puesto nuestra confianza.
Queda la opción de que sea cesado por sus superiores. Pero la política, como todo en la vida, crea relaciones humanas de amistad, de cariño, de respeto. ¿Se me puede exigir que cese a un colaborador de cuya inocencia estoy convencido por el hecho de estar imputado? ¿Si resulta finalmente inocente, con qué cara podré mirarlo?
Entre las salidas… la propuesta de la posibilidad de revocación de los cargos. Sonar, la música suena bien, pero habrá que ver la letra. Pasaríamos la vida votando revocaciones, y por muchos votos a favor que hubiera nadie nos garantizaría no cometer los errores indicados anteriormente. Las ideas son elegibles y por eso se someten a votación. Pero la condición moral de una persona no es votable y menos cuando entre los votantes puede haber muchos con menos catadura moral.
¿Cuál es entonces la solución?
Lo que planteaba al principio, conjugar bien el verbo dimitir. Pero esto tiene un problema. Posiblemente acaben dimitiendo más los inocentes, hartos de soportar la presión de los focos, que los inmorales que no tienen nada que perder, y que mientras sigan en el cargo se seguirán beneficiando de él. Por tanto la clave tiene que estar en “incentivar la dimisión selectiva”.
Partamos de una premisa. El condenado no es indigno de su cargo ¡y de su sueldo! desde la fecha de la condena en firme, sino desde que cometió sus actos. Por tanto podemos considerar que al menos (dada la imposibilidad retroactiva de las medidas que limiten derechos) que esa persona es un ocupa de su cargo, y perceptor indigno de sus retribuciones, desde el momento que es imputado. Por tanto podemos considerar que sus percepciones por su cargo lo son en precario desde ese momento. Y si resulta condenado deberá proceder a su devolución total más una sanción en forma de recargo sobre las mismas. Así, permanecer injustamente en su cargo dejaría de producirle beneficios y al contrario le resultaría gravoso. Y si el resultado judicial fuese la inocencia, podría inclusos ser gratificado.
Se dirá: eso es una incautación. Puede ser, como los desahucios y las preferentes. ¿Dónde está el problema?
Sería una solución justa y efectiva.

Rafa Castillo.

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